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Ensayo #2: Una República Musical



Una República Musical

Por Carlos Fernández-Rocha


Desde hace más de diez años me he visto involucrado en la enseñanza de estudiantes extranjeros. La experiencia no solo es rica desde el punto de vista académico sino sobre todo desde el punto de vista personal.

El estudiante extranjero tiene el privilegio de llegar a este país y luego de residir entre nosotros por cuatro meses o más regresa a su patria con el corazón lleno de experiencias y amistades nuevas. Como son hijos de una cultura que imprime cualidades positivas y negativas en sus ciudadanos nos llegamos a acostumbrar a sus reacciones ante los acontecimientos de la vida dominicana, aunque no deja de llamarnos por eso la atención uno que otro aspecto.

Por ejemplo, uno de los elementos de nuestra cultura que más los impacta son las relaciones familiares. Afirman siempre que la calidez e intimidad de esos lazos internos del núcleo familiar son para ellos, con mucha frecuencia, la experiencia más rica y atesorable de todas.

Hay otra área, sin embargo, en la que siempre el estudiante manifiesta su opinión (positiva o negativa) que merece la pena comentar en extenso: el ruido. Recuerdo en particular a una joven que me decía que la razón última por la que quería regresar a los Estados Unidos era para poder levantarse por la mañana y no escuchar absolutamente nada.

Es cierto. Si hacemos este pequeño ejercicio nos daremos cuenta de las dimensiones de esta experiencia en particular. A las seis de la mañana comienzan a sonar los despertadores, luego los portazos, duchas, grecas y pailas. Desde que se han puesto de moda los programas mañaneros de la televisión, también se une a este concierto el sonido de los diferentes noticiarios televisados. Como la sirvienta generalmente no tiene acceso a la TV a esta hora, enciende su radio con un noticiario radial o con música popular.

Si nos asomamos por el balcón o por una ventana a la calle, escucharemos el ruido de los más madrugadores que van en sus vehículos o en vehículos públicos rumbo a los lugares de labor. Comienzan a escucharse los primeros bocinazos y frenazos. Finalmente, en ciudades como Santiago en las que se mantiene la tradición de las marchantas, también se escucha desde muy temprano el clamor de los vendedores callejeros y sus pintorescos pregones.

El nivel de este conjunto de sonidos va elevándose hasta alcanzar un auténtico desenfreno de decibeles a las once de la mañana en ciertos sectores de la ciudad; pero hasta en los barrios alejados de los centros de mayor tránsito, el nivel de ruido llega a niveles verdaderamente alarmantes.

Un estudiante me explicaba hace unos días lo siguiente. El problema reside no solo en el hecho de que los dominicanos estemos acostumbrados a hablar muy alto y a producir ruidos de todo tipo impunemente, se trata también del hecho de que escuchamos música desde que nos levantamos hasta que se nos cierran los ojos por la noche.

Así, cuando llegamos al hogar a las seis de la tarde, en vez de encontrar un remanso de paz y tranquilidad, al abrir la puerta de la residencia nos da en la cara el ruido de dos radios encendidos (el de la sirvienta con bachata y el del jovencito de la casa con música americana), el televisor de la doña que está comenzando en ese momento a ver sus telenovelas, la licuadora que se deja encendida por largo rato en la cocina para hacer un jugo, la bomba de agua que se dispara cuando la jovencita de la casa se mete en el baño para lavarse la cabeza y si no hay luz a esa hora, la planta de emergencia reina entre todos los mete-ruidos del país.

Vamos a fijarnos un poco más en ese elemento musical. Nos encontramos con música en el concho y en las guagas (no se les ocurra, por cierto, decirle al chofer que baje el volumen, porque o se hace el loco o le corta los ojos). También la música es el caldo en el que nos sumergimos en las tiendas, bancos y supermercados. En los centros comerciales, muchas veces cada establecimiento tiene su música; de manera que en cuestión de segundos podemos pasar del turbulento caldo de un rock alternativo a la cocción lenta de Luis Miguel, pasando por la corriente meliflua de Di Blasio en el pasillo.

Es que el dominicano cuando no tiene música a su alrededor, la hace. O la tararea a sotto voce o la canta a voz en cuello. Imita con pasmosa facilidad la tambora de un merengue o los saxos tenores de un bolero; si no, hace ruido, dizque de acompañamiento, con botellas y vasos en una cafetería, sobre el guía en un vehículo o sobre el escritorio de un banco a dedo limpio.

Tenemos, literalmente, la música por dentro. La disfrutamos, nos alegra, nos entristece, nos aburre o nos exalta, la reinventamos, la descomponemos o la reproducimos, la comemos, la sudamos y siempre la interpretamos.

Es posible que nuestras ciudades sean las capitales del ruido en todo el Caribe, pero también somos una República Musical, elemento este que impacta poderosamente en nuestros visitantes y que quizás forma parte de nuestra identidad. ¡Quién sabe!

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